Los pensamientos ebullen y barren a un rincón la capacidad del sueño. Ebullen cocinando a fuego alto ideas que van y vienen, apareciendo y desapareciendo de la superficie del caldo de cocción.
El sueño sigue ahí. Acobardado en un rincón, haciéndose cada vez más pequeño hasta llegar a desaparecer.
Cuando con la pizca de atención que se permite escapar de la olla a presión ya he escuchado el toque de las campanadas de, al menos, dos horas en punto, me incorporo y enciendo la luz. Pese a llevar despierta tanto tiempo, los ojos gritan ante el brillo de la bombilla. Finalmente, se acostumbran. Saben igual que yo que darle la oportunidad a la tinta de que corra un rato sobre el papel, es prácticamente la única posibilidad de que el sueño se haga fuerte y logre salir de donde quedó agazapado. Casi la única manera de que el pensamiento cueza sólo en una dirección y deje su condición de saltimbanqui. De que el silencio acalle el hervor mental y, poco a poco, se sumerja en la calma.
Escribo durante un buen rato y, aunque he logrado atraer toda la atención sobre el papel, el sueño sigue sin querer salir de donde está.
De repente, comprendo.
Se trata de no pensar mientras hilvano las letras. Ya lo he dicho algunas veces hacia afuera y ahora olvidé practicarlo hacia dentro. Se trata de que la mano escritora trabaje totalmente independiente del hilo mental. Es entonces cuando la mente se vacía y escribir se convierte en una suerte de meditación. Igual que centrar la atención en la respiración o cualquier otra técnica que elijamos para no enredarnos en los pensamientos.
Comienzo la práctica consciente ahora que he recordado su fundamento y, en algún momento, sin darme cuenta, los párpados empiezan a pesar. Parece que el sueño se aventura a sacar la nariz de donde está y a olisquear el sosiego que empieza a imperar. Sigo escribiendo. No apago aún la luz porque ya aprendí que es importante perseverar en esta práctica de “enajenación mental” un buen rato si quiero que realmente funcione. El sueño es muy temeroso y huidizo, y el poder mental casi no conoce límites. Por eso, sé que es importante que me mantenga en la práctica el tiempo suficiente como para consolidar el espacio de seguridad para que el sueño no tema mostrarse.
(…)
El bostezo aparece. ¡Un buen indicador de que el plan funciona! De todos modos, sigo escribiendo unos minutos más y, por fin, dejo caer el cuaderno y el lápiz que sustituyó al bolígrafo que incluso quedó seco de tinta, y me deslizo a apagar la luz sin armar mucho barullo. Abro un poco la ventana porque parece que hasta el viento calló su canto, y bajo la persiana de los párpados.
De nuevo ha vuelto a funcionar 🙂
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Qué bonito relato, María!
Un besazo.
Charo.