Por tercer día consecutivo, tocan a muerto.
El repique de campanas es particular.
Vivo aquí el tiempo suficiente como para empezar a identificar algunos símbolos que, si bien nadie me ha explicado, he observado que, cuando aparecen, se desencadena a continuación una serie de acontecimientos bien hilvanados que escriben la historia de un ritual en particular.
Suenan únicamente dos campanas. Alternativamente. Ding, dong… Ding, dong… Ding, dong…
Respiran pausado. Muy lentamente y un tanto sostenidas en el tiempo. Alternativamente. Una más aguda y otra más grave. Respiran durante un rato. Y, en un momento dado, un último suspiro y cesa su canto. Bueno… en realidad luego me he enterado de que dependiendo de si anuncian la falta de un hombre o una mujer, suenan incluso distinto. Un auténtico ritual con todos los detalles bien cuidados…
No podría ser de otro modo. No podría serlo teniendo el significado que tienen. No aquí. En esta cultura occidental.
A continuación un río integrado por pocas personas que viven en el pueblo, acompañan al coche fúnebre que sale de la plaza de la iglesia y transitan las calles en bajada hasta la salida de la población. Tal vez se unen algunas almas más por ser verano y estar presentes a pesar de la ausencia el resto del año.
En el linde de la localidad, la muchedumbre se despide de los familiares que continúan el peregrinaje hasta el cementerio ubicado fuera del municipio.
En este sentido es distinto a la ciudad. Allí todo el gentío acompaña los restos de la persona difunta allá donde vayan. Sea al cementerio o al crematorio. Aquí, no sé si por la incomodidad de tenerse que mover hasta el campo santo que descansa a unos pocos kilómetros de la localidad, indirectamente esto revierte en una mayor intimidad para los familiares.
En cualquier caso, el ánimo decae. El ambiente parece destilar lo importante que es respetar el semblante serio. Rígido o más distendido, pero serio.
Vengo observando este tipo de rituales desde hace un tiempo. Algunos desde fuera, como espectadora. Otros sintiéndome parte puesto que a la persona que se despedía me ha tocado de cerca. Y siempre me hago la misma pregunta: ¿realmente no podría ser de otro modo?
No tengo ni idea de cómo moriré. De si pasarán por delante de mí todas las escenas de mi vida. Si veré una luz al final del túnel o me envolverá una suave sensación de calma y placidez. No tengo ni idea.
Pero si puedo opinar sobre cómo me gustaría que se viviera el momento de mi partida, me gustaría que se leyeran poemas. Que se recitaran versos. Que se soltaran al espacio linternas voladoras con mensajes escritos sobre la alegría. Se quemaran relatos sobre la sonrisa de la existencia y las cenizas se lanzaran al viento. Que se embarcaran en barquitos de papel algunas letras contando cuentos de seres fantásticos, bosques encantados y ninfas del agua.
Me haría muy feliz que la luz de las linternas voladoras me indicaran el camino, las cenizas me acompañaran en el final de mi viaje en este plano y los barquitos de papel se hicieran a la mar que tanto amo.
Tal vez si puedo elegir, las campanas repiquen de manera distinta. Y lejos de entonar con angustia y languideciendo, lo hagan conciliando vitalidad y sosiego.
__________
Foto: Josefina Aramendy
Preciosa reflexión, estoy de acuerdo con mejorar este ritual y me encantó imaginar los farolillos volando con palabras alegres, simbolizando bien uno de tus dones: lanzar palabras con luz….