Me cuesta levantarme antes de las siete de la mañana, pero cuando lo hago, me encanta el sonido del silencio. No se oye nada. Los pájaros aún descansan. No hay movimiento salvo alguna persona que inicia temprano su jornada y genera algunos ecos que rompen la quietud del alba. Un coche. Una puerta que se cierra. Una cisterna de baño que suena al fondo llevándose el agua, el despertar del cuerpo. Luego, de nuevo serenidad.
Es una sensación mágica. De estar agazapada disfrutando de algo de lo que nadie se da cuenta. De algo que escapa a la mirada de todos los que duermen. De ser privilegiada por disponer de un tiempo fuera del tiempo del que dispone la gente comúnmente.
Escuchar cómo el mundo se despierta en este lado del globo. Cómo van apareciendo los sonidos cotidianos mientras el sol se levanta en el horizonte. Cómo la calma nocturna se va apagando poco a poco.
Si dejo de escribir, me doy cuenta de que la respiración se estira hasta alcanzar el sosiego. Se expande tanto que logra arrastrar las costillas tras de sí, descomprimiendo el plexo solar. El aire entra y sale rítmicamente sin hacer prácticamente ruido. Como si no quisiera molestar. Como si existiera un acuerdo tácito para respetar el hilo de nada que cruza el ambiente. Fino, sutil pero más que palpable.
Y, en un momento dado, la vida se manifiesta de manera visible mientras el manto de luz se despliega sobre el lecho del valle.
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