Escuchar tan cerca el aliento de la vulnerabilidad, me provoca parálisis.
Escuchar tan próximos sus pasos, me hace sentir que estoy a merced de sus fauces.
Me hago pequeña.
Abro la boca y no logro gritar.
A veces, incluso, me gustaría desaparecer. Esconderme de mi vista.
Saberme vulnerable me hace retorcerme, enroscarme en mi propia tela de araña.
Densidad.
Velocidad veloz.
Conducción tan rápida que el paisaje se desdibuja totalmente, tratando de ser redibujado por mi mirada desesperada.
¿Y reconocerme ahí? ¿Reconocerme en esa parte que también soy?
También soy sentirme expuesta.
A veces expuesta al exterior. Otras al interior.
También soy en lo que escapa a lo que creí controlar.
También soy mi debilidad y en lo que me cuesta.
La vulnerabilidad forma parte de mí.
La siento en mí porque vivo. Si no viviera, dejaría de sentirla como dejaría de sentir lo que me inunda de bienestar.
Va en el pack. Es indivisible.
Escuchar tan cerca el aliento de la vulnerabilidad me recuerda los momentos en los que he de estar más atenta para no alejarme de mí.
Escuchar tan próximos sus pasos pone de manifiesto toda una cascada de emociones. Emociones propias de un ser humano.
Me acojo estando cerca de mí.
Abro las aletas de la nariz y respiro.
Respiro y permanezco.
Salgo de donde estoy.
Saberme vulnerable me permite reconocerme, escucharme y palpitar.
Suavidad.
Ligereza.
Movimientos lentos que implican integración.
Tal vez sentir que me separo del lugar al que voy.
Luego tomar conciencia de que estos movimientos aparentemente fuera de lugar, son los que me conectan de pleno, colocándome en el sitio justo para atender lo que, tal vez inconscientemente, ya sabía que era a lo que primero necesitaba dar luz.
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Foto: Mayte Morillas
La sensibilidad de tus palabras me acercan a ti.
Un beso, Maria.
Charo.