Generalmente siento que nos empeñamos en encontrar la fórmula para lograr mirar hacia otro lado sin que nos visite la idea de que siempre están ahí.
Sin embargo, encuentro que la estrategia pasa por darnos cuenta de que
caminamos con ellos.
Caminamos con miedo en los bolsillos.
He descubierto que la clave está en reconocer que esto es así. Viajan con nosotras allá donde vayamos.
Empiezo a normalizar que meter la mano y estrechar la suya hace más agradable el camino. Es la manera en que se calman. Perciben que somos conscientes de su presencia. Se mueven menos porque tienen menos espacio para deambular y casi no hacen ruido. Y seguramente el calor de nuestra piel logra sedarlos en cierto modo, lo justo como para dejarnos caminar sin mucho sobresalto.
Me parece que no se trata de beber rebajes mágicos que nos muevan a perder la conciencia para separarnos de lo evidente.
Creo más bien que el juego consiste en meterse en el mar de la duda de golpe, aunque el agua la sintamos congelada en un primer momento, aunque nos dé impresión.
El frío no mata. Ni imposibilita.
No lo hace si no le otorgamos el poder de que nos paralice.
El frío nos alerta de que el baño no será tan cómodo como pensábamos si la
temperatura fuera un poco más elevada.
El frío activa nuestros sentidos. Nos recuerda que estamos vivas y que las personas somos capaces de sentir. Puede, incluso, ser una tentación que pone a prueba nuestro nivel de certeza acerca de adentrarnos en el líquido elemento. Nada más.
Elijo zambullirme de golpe. Sin pensar demasiado. Aunque sea para comprobar que no estoy dormida.
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Foto: Jr. Korpa (En: Unsplash)
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