Me sumerjo en el frío, y logro mover los brazos y las piernas tan rápido que apenas lo noto.
Detengo el movimiento, saco la cabeza y grito.
Un grito liberador.
Energía desatada al hilo de las agujas punzantes que despiertan la vibración en mi piel.
Me sacudo las gotas de agua que me sobran sin salir del mar y sin bajar la intensidad de la respiración, y, sólo entonces, nado hasta la orilla.
Aprovecho el impulso del agua gélida, que en ese instante reconozco como aliada, y hundo los pies al borde de la insensibilidad, en la arena.
Corro a cubrir un cuerpo que, lejos de no sentirlo, lo percibo más vivo que nunca y le agradezco no haberse acobardado.
Sentir el frío sólo ha sido posible porque me aventuré a saltar. Y, en realidad, las fauces del hielo no me engulleron. Tan sólo hicieron el alarde de que iban a vencerme, empequeñeciendo la ilusión de la locura. Pero, una vez dentro, sentí que mi voz decidida y penetrante logró que se mantuviera a raya.
Me visto y me alejo de la playa, volviendo la vista atrás para sonreír y volver a agradecer el despertar.
Los pies también lo harán. Despertarán cuando haya caminado un rato. Es cuestión es tiempo. Sé que lo harán porque siempre sucede del mismo modo.
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Foto: Mayte Morillas
Qué bonito relato, María!
Charo.