Antes de escribir me quedo un buen rato aquí, quieta. Simplemente estoy. A veces sucede antes de meditar y otras veces después. Pero suele suceder del mismo modo.
En un momento determinado me doy cuenta de que simplemente estoy. No hay una propuesta concreta o un propósito de estar. Sino que se da. Sucede. Estoy.
Siento que mis sentidos se expanden. Que captan de manera espontánea. Que fluyen en la captación. Cualquier leve movimiento de la cortina por el aire matinal es registrado por mis ojos. Percibo el sutil movimiento del tórax promovido por una respiración en calma. También ella sucede así…
Los sonidos del despertar del día. E incluso el desperezo del sol que se alza sobre las montañas y que no alcanzo a ver desde el lugar donde estoy tumbada. Lo percibo discurrir por la claridad que gana espacio a la penumbra.
Este sentir lo conecto con el wu wei de los taoístas. Un estado de inacción que, lejos de asimilarse con el no hacer nada, se identifica con una manera de hacer las cosas sin forzarlas. Se trata de no actuar. Es como cuando las plantas crecen. Las plantas crecen por wu wei. No hacen esfuerzos por crecer, simplemente crecen.
Para mí son momentos que identifico como de máxima conexión. Espacios de ausencia de prisa, de necesidad de responder e incluso vacíos de actuar en una determinada dirección. Son espacios vinculados al estar presente, a la escucha profunda. Momentos que se dan justo cuando no hay propuesta de generarlos o motivarlos. Son minutos de atención plena que se brindan y que, probablemente están ahí permanentemente pero que me suelen pasar desapercibidos.
En la caligrafía zen, el wu wei es representado como un círculo. El “ensō” o círculo es pintado con un pincel y es perfecto en su propia forma de ser pintado. Con sus perfecciones e imperfecciones mostradas a través del estado de la mente del pintor. El ensō se pinta abierto, no está cerrado en sí mismo sino que se abre al exterior, al espacio. Interactúa con él.
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