Alguien me preguntó una vez: “tú, para recargar pilas, para reponer la energía que pierdes, ¿qué haces?”. No recuerdo qué contesté en aquel momento, pero seguramente incluiría algo que tenía que ver con la naturaleza.
Siempre me he preguntado cuál fue realmente mi motivación para estudiar biología. Y no me refiero a que me gustaran los animales, las plantas, la naturaleza, estar en algún grupo que trabajara para conservar el medio ambiente. Me refiero a encontrar una respuesta un poco más allá. Algo que explique por qué después de 22 años de estar vinculada a la facultad de biología dejé de conectar con aquel mundo y decidiera buscar nuevos horizontes.
Me parece que mi motivación por la biología no tenía tanto que ver con los libros que explicaban sus bases teóricas. Más bien me da la sensación de que la pasión que me movió a acercarme a ella fue la conexión que me mueve la naturaleza en sí misma. Tal vez me equivoqué adentrándome en el mundo académico buscando saciar ese espejismo de exterior, de aire limpio, de bosques, de los movimientos lentos propios de los insectos, las aves en vuelo o las hojas de un árbol mecidas por el viento porque luego me di cuenta de que eso no lo iba a encontrar dentro de un aula o de un laboratorio. Suerte que reaccioné en algún momento y decidí reconducir mis pasos.
Lo que sí noto que no ha cambiado es la sensación de expansión y descarga que me aporta caminar varias horas rodeada de verde. Yo lo llamo “el chute de verde” que necesito para seguir funcionando. Es la energía de vuelta que compensa el desgaste por el cansancio, los pensamientos viciados, la inquietud por la incerteza. Todo esto se diluye cuando camino. Lo incierto no mengua de incertidumbre, pero disminuye su carga. Cuando acabo de caminar siento cansancio físico, pero también una increíble dosis de energía vital. Los pensamientos parecen quedar colgados de los árboles y, aunque noto que siguen sobrevolando mi cabeza, adquieren otra dimensión.
Desde hace unos meses paso al menos la mitad de la semana en un pequeño pueblo de la Sierra de Espadán. Almedíjar. Este lugar se encuentra rodeado de verde por todas partes. Los alcornoques propios del ecosistema mediterráneo son los señores del bosque. Aunque existe una amplia franja cultivada alrededor de la población, no he de caminar muchos kilómetros para poder zambullirme en algún recodo salpicado de árboles. Sin embargo, desde que visito con tanta frecuencia este espacio, no he pasado más tiempo sin caminar por la montaña estando tan cerca de ella como ahora.
Tal día como hoy, decido levantarme temprano para tratar de escapar del tórrido calor veraniego y subir a un monte cercano. Para llegar hasta él, transito un buen trozo por un barranco bien nutrido de alcornoques. El frescor de la mañana aminora el efecto de la pendiente y me resulta realmente agradable caminar sobre el lecho del bosque tapizado de hojas que crujen bajo mis huellas. Al llegar al collado, detengo la marcha para descansar un rato a la sombra de tres ejemplares que exhiben orgullosos el corcho de sus troncos. Pierdo la vista en el horizonte mezclado con la atmósfera brumosa que empieza a tapizar el paisaje, presagiando un día de poniente a pesar de ser las primeras horas del día.
Incluso la sensación que me queda al completar la bajada bajo el sol, es de descanso interior. Atrás dejé los atascos de pensamiento, la aceleración interna por la incertidumbre y la carga pesada.
Ésta es la verdadera razón por la que anhelo perderme en un “chute de verde” cada tanto. Porque me ayuda a colocar, a descargar y sobre todo a aligerar las revoluciones internas. Y ésta, descubro, que es la verdadera razón por la que me acerqué en su momento al “biomundo”.
¡Me encanta! A tu «chute de verde» yo lo llamo «Clímax» jijij! Es un chute de vida… Deberíamos «chutarnos» al menos una vez por semana para mantener ese equilibrio…
¡Besos, caminante!
Coincido con la dosis que propones. Yo la estoy practicando desde hace unas semanas y me va de cine 😉 Abrazo, caminante