Érase una vez, la noche más larga del año. Bueno, fue una vez en el principio de los tiempos. Luego se repitió año tras año hasta llegar a nuestros días.
Fue una noche de diciembre en el hemisferio septentrional y, con el tiempo, los sabios descubrieron que también tenía lugar en el mes de junio en el austral. Son esta suerte de cosas curiosas que se dan, aún en tiempos distintos, de la misma manera en puntos muy alejados del globo. Esta suerte de cosas que me hacen pensar que suceden para hacernos caer en la cuenta de que habitamos el mismo lugar, aunque parezca diferente el espacio donde caminan nuestros pies de aquel en el que caminan los del vecino.
Volviendo a la noche más larga del año… Fue una noche aparentemente igual que las demás. Silenciosa en su punto álgido. En la que conseguías escuchar la nada profunda si aguzabas el oído y te encontrabas lo suficientemente lejos de un núcleo urbano como para que los ruidos que le son propios no contaminaran la atmósfera.
Fue una noche en la que los duendes fabricaron escarcha sin parar y decoraron con sus cristales los caminos y puentes. Las hojas de los árboles y los tocones. Las briznas de hierba y el margen de los campos.
Cuenta la leyenda que las hadas y los elfos jugaron durante horas al escondite. Pero siempre en silencio. Como si no quisieran quebrantar la quietud del bosque. Jugaron una y otra vez y con sus pues descalzos levantaron nubes de polvo de estrellas.
Las aves nocturnas no ulularon esa noche. Sólo escudriñaron la oscuridad y se asombraron de que fuera tan espesa, aunque lo fuera tanto como la noche anterior y la siguiente en realidad.
Los ancianos del lugar salieron de sus casas y caminaron los senderos que sólo ellos conocen. Recolectaron multitud de plantas silvestres y flores curiosas que sólo muestran su rostro a la luz de la luna. Lo hicieron despacio, casi a una velocidad imperceptible. No hicieron ruido. Tanto es así, que los pequeños mamíferos que salen a pasear a altas horas de la madrugada, camparon a sus anchas pasando muy cerca de algunos de ellos sin inmutarse lo más mínimo.
Como fue la noche más larga del año, las arañas se permitieron tejer sus telas más lento de lo habitual y surgieron tapices realmente hermosos. Las mariposas construyeron crisálidas que eran auténticas obras de arte colgantes en las ramas de los árboles. Se entretuvieron en su tarea ante la atenta mirada de las ardillas que todo lo admiran con curiosidad y dieron luz a capullos perfectamente formados en los que se escondieron a dormitar.
Fue la noche más larga del año. Una noche en la que los humanos se dieron el lujo de pararse a recapacitar. A dejarse sentir, también sin prisa. Algunos de ellos escribieron cuentos que al día siguiente leerían a sus hijos y nietos. Otros simplemente se tumbaron a mirar las estrellas boquiabiertos o se dedicaron a buscarse en la mirada del otro. Los más lúcidos tendieron puentes con guirnaldas de flores, y otros se dejaron embriagar por el espíritu creativo que esa noche aún lo es más, y desparramaron sus pinturas sobre lienzos enormes. Los más valientes se abrazaron sin preguntarse cómo ni cuándo, y las sonrisas lucieron más amplias que nunca.
Eso sí, todo lo hicieron en silencio porque, según cuenta la misma leyenda, la nada profunda se siguió escuchando hasta la madrugada, y fue en ese momento cuando algo mágico sucedió. Fue entonces cuando los días empezaron a crecer. Cuando las horas de luz empezaron a ganar terreno. Y lo siguieron haciendo hasta dar luz a lo que hoy llamamos solsticio de verano.
Parece que entonces, los días se cansaron de crecer y bajaron la guardia y la noche, que estaba esperando su oportunidad, cogió carrerilla y empezó a alargarse de nuevo. Alcanzó su mayor longitud en el diciembre (o junio) siguiente, y toda la historia se repitió de nuevo con la misma elegancia que lo hizo el día del estreno.
Y colorín colorado, este cuento de la noche más larga del año se ha acabado.
Me encandila leerte cuando le dedico tiempo
Te quiero Marinita