-“ Toc, toc, ¿se puede?. No quisiera importunar, pero algo me dice que he de tocar a esta puerta. Sí, sí, ya sé que está muy ocupada pero necesito hablar con usted para deshacer el nudo que me aprieta por dentro”.
¿Cuántas veces he dejado de tocar a esa puerta por no querer molestar? ¿Cuántas veces he dejado de descorrer la cortina aunque me falte la luz para no intimidar o resultar inoportuna?
Entonces… ¿cuántas el duende que pide expresarse quedó sin hablar? ¿Cuántas otras acallé y postergué porque me coloqué por detrás de no sé qué o quién?
¿Qué pasó exactamente que aprendí a sujetarme con tanto acierto que desatino faltando el respeto a mi propia honra?
¿Cuál es el precio que tiene “respetar” el silencio y la ausencia de incomodidad hacia afuera?
-“¿Dónde van los besos que no damos?”- dice una canción. ¿Y los “disculpa, pero me estás pisando el juanete”?
Sinceramente, me da la sensación de que van a darse de bruces contra el suelo de la indiferencia hacia nosotras mismas. Que únicamente logran capturar el grito ahogado del desespero por chistar y recordar que no es lo que se deja ser a contrapelo, o que es justamente lo que no deseamos.
He tardado más de cuarenta vueltas al sol en darme cuenta de que no, así no estoy honrando a lo que me vive por dentro. De que el precio que pago por no importunar es demasiado alto. Y que, seguramente, no supone tanto demandar un alto en el camino para apearme de donde siento que no elegí libremente estar, o no, al menos, con la conciencia de decir “sí” alto y claro. Seguramente no es tan grave parar el carro y decir que me subo porque allá donde va, es justo el lugar que en este instante elijo visitar, sin esperar más.
Más de cuarenta vueltas al sol para tomar conciencia de que ya no me interesa marearme con tanta vuelta. Que todo es mucho más sencillo. Que seguir en la misma dinámica de callar hacia fuera, sólo genera un tremendo ruido hacia dentro.
Me paro…
Miro…
El mundo sigue girando…
Después de todo, que yo pare no afecta a que el resto siga su camino. Eso sí, el mío, entonces, tiene la oportunidad de salir de la inercia y tomar la forma de mis propios pasos.
Es entonces cuando honro mis huellas y, al final, tampoco importuné tanto.
La incomodidad que podría llegar a generar, viaja en mi mente.
La honradez de mis pasos vuela a lomos de mi propio latido.
__________
Foto: Aditya Saxena (En: Unsplash).
Charo
¡Qué bonito, María! Estar más pendiente de nuestro interior siempre siempre repercute en una mejor autopercepción y en una mejor proyección hacia fuera. Eso sí, esquivando a esos pensamientos que te hacen ir primero hacia fuera en lugar de desde dentro.
Un besado, guapa.
Charo.
María
Hola Charo
Sí. El adentro y el afuera están muy relacionados. Yo también lo siento de este modo.
Por lo que vengo observando en mí, sin embargo, si «esquivo» aquello que desvía mi atención de mirarme hacia dentro, y tiendo a atender primero hacia afuera, me doy cuenta de que me pierdo la oportunidad de aprender algo. Los movimientos «esquivos» me recuerdan, al menos así lo siento en mí, los identifico con movimientos de evitación. Me recuerdan que hay algo a lo que me estoy resistiendo. Que me cuesta mirar. Y es ahí donde, precisamente, descubro algo para atender, para transitar.
Te mando un abrazo grandote. Gracias por compartir 🙂
Elena
Qué bonito! Tienes mucha razón. Algunas veces(o muchas) anteponemos a los demás hasta tal punto que dejamos de ser lo que queremos ser. No sé si por evitar inconscientemente asuntos complicados pendientes de resolver, por miedo, o sólo por inercia. Pero además de estar de acuerdo con tus palabras, lo mejor es esa forma de enlazarlas que las hace fluir suavemente…
Un abracito
Elena
María
Ése es el quid de la cuestión… ¿hasta qué punto dejamos de ser quienes somos en realidad?
Gracias, Elena por tu compartir. Un abrazo