Danzar sintiendo el aire enredándose en el pelo.
Acaricia el rostro.
Juega entre las hojas de los árboles,
o ulula allá, al fondo del barranco, despertando algún que otro miedo.
Danzar al son de las olas del mar.
Con el cuerpo sumergido y percibiendo el tempo lento de los movimientos frenados por la resistencia que imprime el agua.
Sin saber si salir a la superficie para poder respirar,
o mantenerme en inmersión para escapar del frío que espera allá arriba.
Danzar descalza.
Notar cómo la textura de la tierra visita cada recodo de las huellas.
Seca. Húmeda. Terrosa y suelta. Arcillosa, pegajosa y resbaladiza.
Querer quedarme ahí, absorta, formando parte de algo a lo que, cada tanto, necesito volver.
Y, sin embargo, mantener una cierta tensión, un cierto estado de alerta para no dañar los pies desnudos acostumbrados a la sobreprotección.
Danzar con el rostro vuelto al sol.
Acoger cada rayo. Fuente de calor. Hogar.
Mantenerme en movimiento. Aunque sea pausado. Pero en movimiento.
Para no exponerme demasiado rato con el mismo ángulo. Evitando que hierva la piel.
De tanto en tanto, visito la sombra.
Me regocijo en su frescor y vuelvo a mirarlo de frente. Sin dejar de moverme.
Danzar con la realidad.
Querer estar presente.
Cambiar el paso. Tropezar y perder el compás.
Escuchar de nuevo. Recuperar el ritmo.
Mantenerme ahí, conectada con la melodía. Para, a continuación, perderme de nuevo.
Saberme en un vaivén continuo cuyo misterio reside en mover los pies con fluidez.
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Foto: Darius Bashar (En: Unsplash)
Acabo de danzar contigo en el agua, en la tierra, bajo el sol, a la vida. Bellísimo, María ❤
Eres una gran bailarina!!