Caen los muros de piedra.
Ésos que aparentan no ceder ante nada ni nadie.
Ésos que se alzan amenazantes, haciéndola a una empequeñecer.
Sólidos como una roca.
Inmóviles ante viento y marea.
Y llega un buen día en el que caen precipitándose sobre el agua.
No caen bruscamente. Nada los atraviesa o los empuja.
Caen porque la base se desestabiliza. Duda. Se vuelve frágil y, simplemente, provoca el derrumbe de toda la estructura.
De abajo a arriba.
De manera limpia y ordenada.
Apenas provocan olas de inestabilidad en la superficie sobre la que se precipitan.
Caen silenciosamente. Sin grandes estrépitos. Pero lo hacen de manera decidida. Sin contemplaciones.
Deben llevarse a lo que habita por debajo, aunque no se ve, aunque haya sido invisible hasta entonces.
Los muros caen sin contemplación.
Tal vez tardan en caer. Son estructuras que fueron construidas para durar, y eso es lo que les confirió la potestad para permanecer.
Sin embargo, un buen día caen.
No hay forma posible de detener la caída.
Sólo queda aceptar que es así.
Una vez puesta la rueda en movimiento, es raro que deje de girar hasta que caiga exhausta en algún punto del recorrido.
Los muros fueron levantados en algún momento de la historia con empeño y tesón. Colocando cuidadosamente piedra sobre piedra.
Fueron erigidos en espacios yermos susceptibles de ser atacados por la decisión de aquel que no ve más allá y piensa que, cortando la vista sobre el horizonte, el lugar será más sencillo de mantener bajo control.
Los muros son levantados. Y permanecen otorgando seguridad.
Una acaba acostumbrándose a su presencia ilusoriamente protectora.
Acaban integrándose en la imagen del paisaje.
Logran que olvide el espacio que se extiende más allá de la mirada cortada.
Entonces llega el agua que lo inunda todo por completo. Pero el muro es más alto que la columna de líquido.
Los muros fueron erigidos con suma precisión para durar. Y triunfan sobreviviendo a la inundación.
La imagen tal vez se transforme ligeramente.
Puede que la tierra yerma cambie para ser vista como una masa de agua interminable.
Pero, en medio, los muros siguen alzándose todopoderosos sin ceder ante nada ni nadie. Perviven al paso del tiempo. También a la avalancha de agua. Sólidos. Seguros de sí mismos.
(…)
Siguen ahí. Aparentemente impertérritos.
Hasta que, un buen día, ceden ante lo evidente.
Lo evidente no es la tierra yerma. Es el azul claroscuro del mar que se mantuvo horadando la base con confianza.
Caen los muros de piedra.
De abajo a arriba.
De manera limpia y ordenada.
Sin apenas hacer ruido. Pero caen.
Sin palabras…asi es